Era elefante elegante, más bien elefantito, pues era chiquito, de mirada divertida y radiante, con una gracia natural inconmensurable y sus colmillos más blancos, nacarados y brillantes que la luz de la luna de Buenos Aires.
De la alegría que tuvo al verlo y la emoción, Segimundo, dio un salto tan grande que se quedó enganchado a la lámpara del techo del salón que era de ésas feas, de araña, completamente pasada de moda.
Menos mal que desde el primer momento esa magnífica mascota apreció a su nuevo compañero y enseguida remedió la situación, rescatándolo de aquél cepo inesperado.
Esto le robó el corazón a Segis; así le llamaré para abreviar, evitándole que se quedara para siempre a vivir, no en un sueño, sino en una pesadilla vil; peor que un anuncio de telefonía móvil… que ya es decir.
Luego ya vinieron las presentaciones, los abrazos y agradecimientos mutuos.
Segis heredó una finca con terreno extenso para el regocijo del paquidermo y éste aprendió a jugar al golf con él. Viajaron por medio mundo y Segimundo practicó el arte de darle a la lengua en idiomas diversos, en verso, que siempre lo había deseado pero nunca tuvo la oportunidad.
Ambos se acostumbraron a la vida animal, como está mandado; ya que animales eran y mamíferos, y la situación lo requería, y en una burbuja transcurrieron sus vidas y su amistad, en la que no permitieron que entrara nadie más. Al menos con fines disruptivos.
El pequeño elefante era amante del cocido madrileño y dos días por semana era el menú que Seguis le preparaba con todo el cariño del mundo. Agradecido por ello, después, con su trompa feliz, el cuadrúpedo, le duchaba a presión, con agua de colores, como si eso fuera la fiesta de Holi, sin necesitar viajar a La India.
Estos dos seres aprendieron a respetarse y quererse como es debido. Le sacaron partido a la risa y no hicieron nunca daño a nadie. Apreciaban de verdad, de forma inigualable, y celebraban, aliento a aliento, el haberse conocido.
Cuando Segis se marchó de este mundo, alguien descubrió la nota, que se había colado bajo su sofá, que iba acompañando al regalo que aquél día le trajo la vida, a través de una mensajería de transporte urgente, y decía así:
Querido tú:
Ahí va este presente de elefante elegante. Como puedes leer en el cartelito, que cuelga de su hermoso y robusto cuello, se llama Eloy para que te recuerde, día a día, que “el hoy”, es lo único que realmente tienes. Espero que lo cuides como debes y que seas feliz a su lado y así también lo será él.
Al día siguiente de la muerte de Segis, Eloy ya no respiraba. Al final de aquella noche que lo veló, quedó también dormido, tan dulcemente como un niño, a los pies de su cama y para siempre.
Todos pensaron que murió de amor, pues su gigante corazón no pudo seguir latiendo sin ese amigo inigualable que le recibió desde el primer momento, con el alma y los brazos abiertos, después de que él, recién llegado, le librara de aquella espantosa lámpara del salón.
Ángeles Córdoba Tordesillas ©
Seré tonto que hasta me he emocionado. Amistad en estado puro. Que bonito lo escribes.
ResponderEliminarLa amistad en sí misma es algo puro.
EliminarNo es de tontos emocionarse, es de personas sensibles.
Gracias, Manolo, por tu comentario.