Con qué facilidad una persona puede pasar de un gran estado
de serenidad al terror más absoluto. Esta misma tarde he tenido la oportunidad de comprobarlo. Y
puedo contarlo gracias a que sigo viva.
En medio de mi paseo diario, ha comenzado una tormenta
impresionante. Yo estaba feliz caminando, como suelo ir, absorta en mi mundo
interior y disfrutando del entorno natural y, en particular, del color del cielo; ese azul profundo que me hace estremecer. De repente he visto como éste se volvía
casi blanco por la luz de un rayo. De nuevo otro cruzaba a toda velocidad. Me
ha entrado un pánico difícil de describir. A pesar de la mucha confianza que
tengo en la vida, y de mi inevitable sesgo optimista para afrontar la mayoría
de las situaciones que se escapan a mi control, han comenzado a castañetear mis
dientes.
Debo decir que las tormentas me asustan especialmente. En varias ocasiones, he escuchado que lo mejor cuando uno
está en plena naturaleza y se presenta una tormenta de estas características,
para minimizar el riesgo de que caiga un rayo sobre ti, es tumbarte en la
tierra. He pensado en hacerlo, pero me parecía ridículo tumbarme sobre un
charco o sobre el barro. Por instinto, aunque consideres esa opción como la más
razonable, lo que quieres es huir del lugar donde te sientes en peligro, lo
antes posible, y entonces aceleras el paso, hasta llegas a correr incluso,
siendo esto lo menos recomendable. ¡Qué oscura se estaba quedando la tarde… y
yo no avanzaba casi nada!
Intentando mantener algo de calma he mirado hacia arriba.
Sin saber porqué me he acordado de mi tío Ricardo -también mi padrino-que
decían que era santo de tan bueno que fue. Yo era muy pequeña cuando él murió y
tengo vagos recuerdos de su presencia en nuestra casa; la alegría que sentía
cuando me tomaba en brazos, su cariño, su sonrisa… esa energía tan luminosa que
desprendía, las chocolatinas que nos traía y poco más.
A menudo cuando miro al cielo pienso en él, pero creo que
nunca lo he hecho en plena tormenta. Mientras me hallaba en ese desesperado
intento por llegar hasta la carretera lo antes posible, he recitado como un
mantra: "Por favor, por favor, ayúdame. Por favor, ayúdame".
Enseguida, en lo que me han parecido apenas segundos, estaba en la carretera ya, sin casi darme
cuenta. Ha sido asombroso. El agua caía a
raudales pero eso no me importaba, el mojarme con la lluvia siempre me ha
gustado, eran los rayos lo que me preocupaba. Un coche que se dirigía al pueblo, ha parado y enseguida su
conductor me ha dicho:
-Anda, súbete. Estás empapada.
Me ha parecido como un milagro. En cuestión de segundos
mi situación había dado un giro inesperado y radical. De verme sola y sentirme
tan vulnerable, a merced de cualquier rayo desconsiderado, a ser invitada a
ocupar un asiento en un automóvil, que iba a llevarme rápidamente hasta el pueblo. Qué
afortunada soy.
Me he dado cuenta de que era uno de los paseantes y su perro, con los
que me cruzo, y a los que saludo, muchas tardes y me he sentido tan aliviada, segura y
agradecida que, aunque no soy de aceptar favores fácilmente y mucho menos de
entrar en un coche de un casi desconocido, sin pensármelo dos veces he
respondido:
-Por supuesto. Ahora mismo. Estoy muerta de miedo. Gracias.
-Es que de repente la que se ha formado, ¿eh?... Menuda
tormenta.
-Sí. Mojarme no me importa nada, pero esos rayos…
-Yo no me he puesto demasiado nervioso porque tenía el coche
cerca pero imagino que tú te habrás asustado muchísimo.
-Claro, en medio del campo y sola… tú verás. Ya hemos llegado al
pueblo. Si quieres, déjame aquí. Vivo cerca. El peligro ha pasado.
-No, venga, te llevo hasta tu casa. Todavía llueve.
Ha aparcado en la puerta de mi edificio y me ha recordado
que un día, él buscaba a su perro que se había extraviado y yo lo encontré. Los
dos nos hemos reído, por ese quid pro quo que parecía haberse producido.
-Así es la vida… hoy por ti, mañana por mí.
-Cierto. Así es. Recuerdo el nombre de tu perro, por
tantas veces que te escuché gritarlo, pero todavía no sé el tuyo. El mío es
Ángel.
Cuando he bajado del coche, he observado que llevaba en la parte
de atrás una pegatina que decía:
Ángeles Córdoba Tordesillas ©
(Mi manera de agradecer estas “coincidencias” es escribir
sobre ellas e intentar omitir cualquier tipo de juicio e impresión personal al respecto.)
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Fotografía realizada con estas gafitas que Dios me ha dado |
Si Ángel,soy muy a daluza...pero puedo dar fe que de Madrid al cielo,que es a donde nos transportas con tus amenos,entrañables y variopintos relatos,y si como pienso este está basado en un hecho real...me identifico totalmente.
ResponderEliminarAndaluza y con cariño a Madrid, y en mi caso a la inversa, madrileña con cariño a toda Andalucía. Gracias Fátima, ya ves que a pesar de andar todos los días subida en mi nube a veces, me produce mucho respeto lo que cae del cielo.
EliminarYo sí creo en las "pequeñas" casualidades, esas que llamamos coincidencias y que nos pasan a menudo en la vida cotidiana.
ResponderEliminarLuego están las "grandes" casualidades, esas pertenecen al destino.
Mi humilde opinión.
Besos!!
Aquí ninguna opinión es humilde, Arantza. Cada uno tenemos la nuestra, y todo el derecho del mundo a exponerla. En mi nube tienen cabida opiniones, críticas, impresiones... casuales o causales, pero siempre personales. Y me siento agradecida por que las compartáis. Un abrazo.
EliminarRecuerdo a mi querido amigo, casi hermano, prematuramente desaparecido, Andreas Faber Kaiser que solía decir: "Sería demasiada casualidad que fuesen casualidades todo lo que nos parece casualidad".
ResponderEliminarY, yo que lo tuve como maestro en muchas lides y materias, estoy convencido de ello y he llegado a la conclusión de que toda causa tiene un efecto y todo efecto nace en una causa. Por ello, estoy convencido de que lo que llamamos "casualidad" son aquellos efectos de los que, por uno u otro motivo, desconocemos o no comprendemos su causa. Pero no dejan de ser "causalidades".
Tu preciosa anécdota, genialmente narrada, estoy seguro de que pertenece a esta categoría... Tal vez algún día conozcamos las reglas de juego de los dioses.
Gracias por compartir en esta nube tormentosa del día de ayer, tu parecer con respecto al mundo de las casualidades o causalidades. Y aportar el punto de vista, también, de ese escritor e investigador de misterios insondables... siempre es bueno recordar a los que están ausentes, en el momento en que se tratan temas que les hubieran interesados y más si nos une a ellos algún lazo de afecto, como dices que sucede en tu caso. De hecho no creo que esto sea por casualidad, verdaderamente. Un abrazo, Francisco.
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