Aliviar el peso de la culpa,
sobre su alma, cargada,
quisiera,
para poder viajar ligero,
alrededor de su soledad
y mirar a los ojos
de los que ama.
Por un resquicio de su puerta
la luz espera entrar
e invadirlo todo de claridad,
si él la dejara pasar…
pero no la deja.
No quiere hurgar
en lugares incómodos,
donde los recuerdos
se amontonen, desordenados,
dentro de ese desván
de la conciencia
tartamuda…
Cuánto desearía
ser capaz de limpiar
las telarañas tejidas
alrededor de los álbumes
de fotografías personales.
Tal vez algún cuento,
apareciera,
como por encanto,
recordándole la pureza
de aquél niño
que dejó de verlo idealizado,
bajo una alfombrilla vieja
o un sonajero en mal estado.
Maldito pasado,
cómo husmea,
carente de escrúpulos
y sentimientos,
sin cejar en su empeño,
conminándole a entrar
en esa fría estancia,
oscura, vieja y húmeda.
Aliado con el miedo,
terribles, feroces, impíos, ambos.
Y él que, autoindulgente,
con los años,
ha aprendido a serlo,
se sacude la vestimenta,
con cierta indolencia.
Su piel se ha vuelto dura
y resistente
o demasiado sensible,
y quizá por eso…
Decide que no le gusta ese cuarto
y no quiere entrar
y no entra.
Pasa de largo.
Qué alivio,
ya es la hora de la cena.
Y luego, puntual,
viene Morfeo… y le lleva.
Nunca recuerda sus sueños
ni tampoco lo desea,
como la cara
de ese niño
que cada día le mira...
desde el espejo.
Ángel C. T. ©
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