En plena burbuja inmobiliaria, había tal fiebre por comprar pisos, y todo tipo de viviendas, y reformarlas enseguida; tanto por los propios vendedores que tiraban algún que otro tabique y les hacían un “lavado de cara”, con el objetivo de venderlas de forma fulminante, pasando por inversores que las adquirían en pésimo estado y para, tras rehabilitarlas y dejarlas preciosas, venderlas después, como hasta aquellos que, hipotecados hasta las cejas, extendían dichas hipotecas, más allá de las estrellas del firmamento, llegando a prolongarlas para varias vidas, con tal de dejar su piso, recién comprado, hecho una monería de feria.
Todo un despropósito total y absoluto, es verdad, pero no se trata de ningún cuento. Tanto era así que prácticamente una hora de trabajo de un albañil era más cara que una de un médico privado o un notario, incluso. Es decir, no se encontraba fácilmente, una empresa de reformas que te pudiera prestar sus servicios antes de dos o tres años… Había cola.
No era, por tanto, extraño lo que me sucedió un día cualquiera dentro de este momento que relato y de este país en concreto:
Iba por la calle, tranquilamente, volvía de la ferretería de mi barrio de comprar un metro y un serrucho, pues tenía intención de hacerme yo misma unos marcos para mis cuadros, y de repente, salieron de un coche dos personas, hombre y mujer, de mediana edad y, prácticamente, me secuestraron. Me vieron con el lápiz colocado sobre la oreja y el mango del serrucho asomando por la bolsa de tela y se pensaron lo que no era...
-Rápido, necesitamos con urgencia que nos termine una reforma que unos pringados la semana pasada han dejado a medias. -Y me llevaron a su chalet, de dos plantas con buhardilla, a las afueras.
Así ocurría en esos tiempos. A cualquiera que anduviera por ahí, vestido con mono azul, le agarraban y se lo llevaban poco menos que a rastras a hacer la chapuza que fuera.
El estupor que sentí no fue pequeño. Me encontraba en medio de un salón más grande que toda mi casa y con una familia extraña, matrimonio y cinco hijos, que me rodeaban con mirada suplicante.
-Por favor, termine este tinglado
obreril. Tenemos toda la casa patas arriba. Mire, la cantidad de ladrillos en las esquinas… y los niños, con tanto polvo por todas partes, no pueden respirar casi y el pequeño está con un asma galopante.
-Pero si yo no reformo… iba para mi casa tan campante.
-Por favor, se lo pedimos de rodillas, si hace falta.
-Que no, que les digo que no. ¡Que no reformo y no reformo, se pongan como se pongan!
-Hágase cargo, se lo rogamos. Esta situación es insostenible…
-Ah, muy bonito, y quieren que venga yo a sostenerla…
-Le pagamos lo que sea… por dos horas, una jornada completa.
-Pero oigan, que yo no sé de esto, ¡vamos, que no tengo ni idea!
-Inténtelo al menos. Mire, le damos por adelantado una pasta gansa y dos pagas extra.
-Bueno, déjenme pensarlo… ¡Venga, ya lo he pensado! Alcánceme el metro que voy tomando medidas… no perdamos más tiempo. Si lo hace cualquiera, lo puedo hacer yo misma.
Y así fue como abrí mi empresa de “Construcciones Ale Hop y Reformas en general. S.L.”
A continuación relataré cómo abrí el segundo negocio que tuve. Fue una pastelería. Salí de casa, un domingo por la mañana, comiendo una magdalena…
Ángeles Córdoba Tordesillas ©