Le llamaban Boliche, porque tenía semblante de tirador de
mueble bar. No tenía malicia el hombre pero iba conjuntado para salir a
la compra. Se conformaba con rellenarse los labios con esa silicona antiestética
que se nota tanto. Cuando estuvo en la mili le llamaban Bolichilla, porque
coleccionaba polillas en la ropa, a pesar del olor a naftalina.
Su hermana, La
Bolicha, le cosía los botones y le metía el bajo de los
pantalones, cuando se dejaba, porque no paraba quieto el hombre y aducía que le
hacía cosquillas con las uñas sin cortar, desde que murió su madre- que como
buena madre era muy apañada- le hacía todo lo de su casa; aunque le llamaba
mequetrefe, de vez en cuando para acomplejarle un poco y que no le saliera el
narcisista que llevaba dentro, desde la temporada adolescente, y resbalara por
las calles de la vanidad.
Al Boliche le ascendieron a director de sucursal de su
banco. Y se volvió haragán y engreído. Había perdido el encanto como la mazorcas
de maíz cuando las pones a fuego lento. Se creyó más que El Manco de Lepanto.
Ni siquiera se hablaba con su hermana. Hacía burla a todo el que se cruzaba
menos a los clientes del banco, lógicamente, no quería perderlos. Pero un día
llegó una "multi" a su despacho, pues pidió hablar con el director más director
que hubiera por allí suelto, naturalmente, para eso era millonetis, y era él.
Ella se sentó elegantemente, o como fuera, a lo Sharon Stone y pestañeó como
una Nancy de palacio. Él se quedó con tembleque. No supo si le sedujo más el
olor de su perfume francés o el perfil de su bolso italiano, con chequera
dentro forrada en raso.
El caso es que, ella, volvió porque se había olvidado el
corazón allí mismo, en ese Boliche -no me refiero al perchero- de la oficina
central y él, en un arrebato de pasión masculina, raudo, se lo había guardado
en caja de seguridad –¿se entenderá el símil sutil?-sin que hiciera falta su
firma.
Los aires subidos de tono se le bajaron puerta de calle, a
la entrada de la oficina, in alvis, con los cantares del amor hermoso. Menos
mal -pensó la hermana- este tontaina se había creído algo… por su puestazo de
piscolabis. Ha recuperado la sencillez y la cara de tronio perserverante.
Parece mentira que todo lo haya logrado el amor de una mujer rica. A ver si
ahora me devuelve los cien euros que le presté para la última entrada del
partido Madrid-Barça. Y ya que ella es más alta que él, y mucho más que yo, pues que sea quien le
acompañe la próxima temporada que a mí no me gusta el fútbol ni nada que se le
parezca y mucho menos verlo detrás de las cabezas. Nuestra madre se sentirá
ahora orgullosa de él, ya de una vez, desde la gloria bendita y yo, feliz
porque bendita la hora en que ha conocido a esta mujer, llamada Gloria.
FIN GLORIOSO
Ángel C. T. ©2014
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